FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR
CICLO A
6 de agosto de 2023
EVANGELIO: Mateo17, 1-9
“En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».
COMENTARIO A LA PALABRA
Hoy, 6 de agosto, celebramos la fiesta de la Transfiguración. La escena del Evangelio está situada en un lugar específico: un monte alto, lugar de la Revelación de Dios. Allí se unen Cielo y Tierra, Antiguo y Nuevo Testamento. Y el que los conecta es Jesús.
Este es un momento importante y delicado para Él y para los discípulos. Está llegando la hora del Maestro y la cruz se perfila con fuerza en el horizonte. Los discípulos le han seguido incondicionalmente por la empinada cuesta y en esta hora los rodea la oscuridad de la noche. De repente algo cambia, hay un estallido de luz y resulta que aquel sabio Maestro, poderoso exorcista, predicador incomparable, Médico de cuerpo y alma, esperado Mesías, es algo más que todo eso. Ante sus ojos resplandece la gloria divina del Hijo: Imagen perfecta del Padre, Impronta de su ser, Dios verdadero de Dios verdadero, Primogénito de la creación. Es más, ante ellos se despliega la belleza del amor divino, el abrazo de la Trinidad. Y lo más maravilloso es que no lo experimentan de lejos sino que son sumergidos en ese abrazo. La “nube” les cubre con su sombra, el Padre les habla, tienen ante sí al Hijo. Es demasiado, caen de bruces. Y es la mano familiar, amiga de Jesús, el “Dios con nosotros”, la que les sostiene y eleva.
Aquella noche Jesús no cambió, sencillamente se les reveló tal como es. Bueno, les mostró un pequeño destello de su Luz. Todo cristiano debe pasar por la experiencia del Tabor. Para ello hay que ser íntimos de Jesús. Permanecer con Él en la subida, en los momentos duros, aún en la oscuridad, el miedo, la duda, el desconcierto. Él quiere revelársenos de manera siempre nueva porque jamás terminamos de conocerlo. Conocerle conlleva amarle más, parecernos más a Él, que es nuestro Camino. Es lo que hace fuerte nuestro corazón porque así descubrimos a qué estamos llamados, pues su suerte es la nuestra. Teniendo los ojos en la meta, las dificultades se relativizan. Todo es más llevadero y puede superarse si se afronta con amor y esperanza.
El Señor habita en nosotros, es nuestra Cabeza y su gloria nos llena. No hay otro fuera de Él. Es todo, es único. Tiene la iniciativa, nos lleva aparte, se nos da a conocer y su belleza enamora. Nos introduce en el abrazo de amor entre Él y el Padre, en el Espíritu. Ahí experimentamos lo que es la Vida, la felicidad verdadera, la plenitud. Ya nunca podremos ser saciados con menos. Esta es la experiencia cristiana, la experiencia de la oración.
Al bajar del monte, la vida se ve con otros ojos, a la luz de Dios. Ojalá vivamos y revivamos esta experiencia de manera personal y caminemos con Jesús “de altura en altura” hasta ver a Dios cara a cara; y demos testimonio como san Pedro, de la grandeza y poder de nuestro Salvador.
Meditación
“Dice, en efecto: El Dios que dijo: «Brille la luz del seno de la tiniebla» ha brillado en nuestros corazones, para que nosotros iluminemos, dando a conocer la gloria de Dios, reflejada en Cristo. Vemos, pues, de qué manera brilla en nosotros la luz de Cristo. Él es, en efecto, el resplandor eterno de las almas, ya que para esto lo envió el Padre al mundo, para que iluminados por su rostro, podamos esperar las cosas eternas y celestiales, nosotros que antes nos hallábamos impedidos por la oscuridad de este mundo (…). A pesar de todo, poseemos esta luz en nuestro corazón y brilla en lo íntimo de nuestro ser…” (San Ambrosio. Comentarios sobre los salmos)
Oración
Señor: rasga el velo que cubre mi mirada. ¡Veánte mis ojos! Resplandece en mi corazón y hazlo fuerte, ardiente, luminoso. Háblame allí, instrúyeme, condúceme al Padre en el Espíritu. Tú, solo Tú, Jesús. Amén.
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