XII DOMINGO DEL T. ORDINARIO
– CICLO B –
23 de junio de 2024
EVANGELIO: Mc 4, 35-40
Aquel día, al atardecer, dijo Jesús a sus discípulos: —«Vamos a la otra orilla.» Dejando a la gente, se lo llevaron en barca, como estaba; otras barcas lo acompañaban. Se levantó una fuerte tempestad, y las olas rompían contra la barca hasta casi llenarla de agua. Él estaba en la popa, dormido sobre un cabezal. Lo despertaron, diciéndole: —«Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» Se puso en pie, increpó al viento y dijo al mar: —«¡Silencio, enmudece!» El viento cesó y vino una gran calma. Él les dijo: —«¿Por qué tenéis miedo? ¿Aun no tenéis fe?» Se llenaron de miedo y se decían unos a otros: —«¿Pero quién es éste? ¡Hasta el viento y el mar le obedecen!»
COMENTARIO A LA PALABRA
El Evangelio de este domingo es una llamada a todos los cristianos a pedir al Señor que fortalezca cada vez más nuestra fe en Él; especialmente en los momentos en donde el mal, el pecado y el dolor nos golpean con su fuerza y nos hunden en el miedo y la desesperación. Porque sin Jesús nada podemos, Él es nuestra única salvación, nuestras vidas están en sus manos; Él nos ama y no permitirá que el mal, el dolor y la muerte tengan la última palabra en nuestras vidas.
Jesús, que conoce nuestra frágil humanidad, sabe que nosotros solos no podemos; por esto, por medio de su palabra, hoy nos recuerda que no estamos solos, Él está en medio de nosotros, Él está en la barca, es decir, en medio de su Iglesia, que navega por este mundo. Es más, Él es quien la hace navegar, el que la conduce hasta llegar al puerto, a su destino: el cielo, el Reino de Dios nuestro Padre. Pues Jesús nos prometió que estaría con nosotros hasta el fin del mundo.
No podemos olvidar que, mientras vivimos en este mundo, mientras navegamos hasta llegar a nuestra meta final, el mal, el pecado y dolor se harán presentes en nuestras vidas y nos golpearán con su fuerza, intentando hundir a la Iglesia bajo su poder para evitar que lleguemos a nuestro puerto seguro: al cielo. Pues el plan del maligno es destruirnos, es llevarnos al miedo y la desesperación: a dudar de Dios y de su amor hacia nosotros y de que pensemos que Dios nos ha abandonado bajo su poder. Por esto, Jesús nos llama a tener los ojos fijos en Él, confiando plenamente en que Él no nos abandona en medio de nuestras luchas, por más que a veces parece que en nuestras vidas lo experimentamos ausente o dormido, porque vemos cómo el mal, el dolor y el pecado ganan cada vez más fuerza en nuestras vidas. Es importante por ello, pedir al Señor que fortalezca nuestra fe en Él, para evitar que el miedo y la desesperación (actitudes contrarias a la fe) nos hundan bajo su control.
Jesús con su vida nos ha dejado ejemplo de amor y confianza absoluta e inquebrantable al Padre. Él, en su misión de salvar al mundo, sufrió tentaciones, injurias y rechazo; es más, en su pasión y cruz experimentó en su cuerpo la angustia y el dolor. Sintió cómo el mal, el dolor y el peso de nuestros pecados lo golpeaban con su fuerza, tratando de hundirlo en el miedo, la desesperación y duda. Pero Él, en medio de todo ello, se mantuvo firme en su misión: todo lo sufrió con paciencia, confiando siempre en su Padre, sabiendo que no quedaría abandonado y defraudado. Y fruto de todo ello es nuestra salvación. «¡Silencio, enmudece!» es la palabra de Jesús que nos lleva a afirmar rotundamente: ¡Jesús es el Señor!. Él tiene el control sobre todo. Él ha vencido al mundo: el mal y el pecado ya no tienen poder sobre nosotros. Por esto ya no hay lugar para el miedo, la desesperación y la duda. Pues, si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo. Jesús con su cruz gloriosa ha destruido para siempre el mal, el pecado y la muerte; vivamos pues la vida nueva que el Señor nos ha regalado, vivamos la vida de gracia y de fe, cuyo fruto será el cielo, la vida eterna, nuestro puerto seguro.
MEDITACIÓN – ORACIÓN
Dios mío, mi corazón es como un ancho mar siempre agitado por las tempestades: que en ti encuentre la paz y el descanso. Tú mandaste al viento y al mar que se calmaran, y al oír tu voz se apaciguaron; ven ahora a apaciguar las agitaciones de mi corazón a fin de que en mí todo sea pacífico y tranquilo y pueda yo poseerte a ti, mi único bien, y contemplarte, dulce luz de mis ojos, sin confusión ni oscuridad. Oh Dios mío, que mi alma, liberada de los pensamientos tumultuosos de este mundo «se esconda a la sombra de tus alas» (Sal 16,8). Que encuentre en ti un lugar de refrigerio y de paz; que exultante de gozo pueda cantar: «En paz me acuesto y enseguida me duermo junto a ti» (Sal 4,9). Que mi alma descanse, te pido, Dios mío, que descanse de todo lo que hay bajo el cielo, despierta para ti sólo, como está escrito: «Duermo, pero mi corazón está en vela» (Ct 5,2). Mi alma sólo puede estar en paz y seguridad, Dios mío, bajo la protección de tus alas» (Sal 90,4). Que permanezca, pues, eternamente en ti y sea abrasada con tu fuego. Que elevándose por encima de ella misma contemple y cante tus alabanzas llena de gozo. En medio de las turbaciones que me agitan, que tus dones sean mi consolación, hasta que yo venga a ti, oh tú, la paz verdadera. (San Agustín)
¿Desea escribir un comentario?