17 de marzo de 2019
EVANGELIO
Lc 9,28b-36
En aquel tiempo, tomó Jesús a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto del monte para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que aparecieron con gloria, hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén.
Pedro y sus compañeros se caían de sueño; pero se espabilaron y vieron su gloria y a 1os dos hombres que estaban con él. Mientras éstos se alejaban de él, dijo Pedro a Jesús:
-Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.
No sabía lo que decía. Todavía estaba diciendo esto cuando llegó una nube que los cubrió con su sombra. Se llenaron de temor al entrar en la nube.
Y una voz desde la nube decía:
-Este es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo.
Después de oírse la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por aquellos días, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
COMENTARIO A LA PALABRA
Hoy nos adentramos en el monte de la transfiguración con el Maestro como Pedro, Santiago y Juan. Allí descubrimos que la experiencia vivida por estos tres hombres es la de todo discípulo, la del verdadero cristiano. Es, en el fondo, nuestra propia experiencia. En medio de la oscuridad de nuestra vida, una luz nos brilló: Jesucristo.
Una voz, la voz del Padre, nos dijo de Él: ESTE ES. Este es el que esperabais, el que anhelabais. Este es mi Hijo amado, el Elegido, mi Palabra de Amor y Salvación para vosotros. Él es el camino. Él, vuestra esperanza de vida y de gloria. Acogedle. Escuchadle. Dejaos interpelar por mi Amor a través de Él.
Nosotros creímos y nuestro corazón fue inundando con su luz. Y le seguimos. Pero he aquí que el camino se convierte de pronto en una travesía por el desierto, en un ascenso cuaresmal… Y aparece en el horizonte la Cruz. Como estos tres apóstoles, en esos momentos se nos puede olvidar lo que vimos, lo que experimentamos: la irradiación de su gloria. Entonces tememos, dudamos y huimos. Es nuestra condición humana: débil, limitada, pobre.
Con todo, no debemos olvidar que el Señor cuenta con ello. Él nos conoce y nos ama profundamente, en nuestra realidad. Vimos, vemos y veremos una y otra vez como su fuerza y su misericordia se manifiestan en nuestra vida, resplandeciendo más allá de todo pecado.
Hoy estamos llamados a exultar de alegría, porque lo que vislumbramos en el Tabor no es más que un pequeño destello de la gloria incontenible que, llegado el momento, estallará en la Resurrección: la de Jesús y un día, la nuestra. Como nos dice San Pablo, el Señor nos hará partícipes de su victoria, transformará nuestra condición humilde según su condición gloriosa y ya no existirán tinieblas para nosotros.
Por eso, mantengámonos firmes e inconmovibles en el Señor. Él no defrauda. La luz que vimos en lo alto no ha sido una ilusión. Esa tímida aurora llegará sin falta a ser un ardiente y claro día sin ocaso. Ahí nos dirigimos, allí llegaremos: a nuestra Pascua definitiva. Que no nos falte paciencia para alcanzar la promesa, “pues el Señor echó sobre sí toda nuestra debilidad y, si permanecemos en el amor, venceremos lo que él venció y recibiremos lo que prometió” (San León Magno).
Meditación
Sin duda la transfiguración tenía sobre todo la finalidad de quitar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz. Más, con igual providencia, daba al mismo tiempo un fundamento a la esperanza de la Iglesia, ya que todo el cuerpo de Cristo pudo conocer la transformación con que él también sería enriquecido. A este respecto, el mismo Señor había dicho, refiriéndose a la majestad de su advenimiento: Los santos brillarán entonces como el sol en el reino de su Padre. Y el apóstol san Pablo afirma lo mismo, cuando dice: Considero que los trabajos que ahora no pesan lo que la gloria que un día se nos descubrirá; y también: Porque habéis muerto y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios; cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, os manifestaréis también vosotros con él revestidos de gloria. (De los Sermones de San León Magno, Papa)
Oración
Oh, Dios, que nos has mandado escuchar a tu Hijo amado, alimenta nuestro espíritu con tu palabra; para que, con mirada limpia, contemplemos gozosos la gloria de tu rostro. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén. (Oración colecta)
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