DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO – Ciclo B
4 de Julio de 2021
Evangelio: Marcos 6, 1 – 6
En aquel tiempo, Jesús se dirigió a su ciudad y lo seguían sus discípulos.
Cuando llegó el sábado, empezó a enseñar en la sinagoga; la multitud que lo oía se preguntaba asombrada: «¿De dónde saca todo eso? ¿Qué sabiduría es esa que le ha sido dada? ¿Y esos milagros que realizan sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María, hermano de Santiago y José y Judas y Simón? Y sus hermanas ¿no viven con nosotros aquí?» Y se escandalizaban a cuenta de él.
Les decía: «No desprecian a un profeta más que en su tierra, entre sus parientes y en su casa».
No pudo hacer allí ningún milagro, solo curó algunos enfermos imponiéndoles las manos. Y se admiraba de su falta de fe.
Y recorría los pueblos de alrededor enseñando.
COMENTARIO A LA PALABRA
Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron (Jn 1, 11) Después de un tiempo de misión en tierra extranjera Jesús vuelve a su tierra y, cuando en otros lugares la gracia no encontraba obstáculos para fluir y llevar al gozo y la alabanza, aquí se topa con la sospecha, la duda y la desconfianza. Unidos a los sentimientos de Jesús, el Evangelio deja en nosotros un “mal sabor de boca”, con él nos extrañamos de la falta de fe de los suyos.
Entonces… ¿Cuál es aquí el Evangelio, la Buena Noticia?
Es una GRAN NOTICIA: ¡Dios mira el corazón! Él no se queda en las apariencias, ni necesita aulas super equipadas para transmitirnos su sabiduría. Él prefiere el corazón abierto a la novedad de su amor, el calor de familia y la sencillez de lo cotidiano.
Con nuestra miope mirada no somos capaces de reconocer el poder de Dios, de comprender la gratuidad de su gracia. Pensamos que ya conocemos a las personas que nos rodean y olvidamos que por el Bautismo recibimos el ministerio profético de Cristo por el cual difundimos el testimonio sobre todo por la vida de fe y caridad (Lumen Gentium 12).
¡Sí! Fuimos ungidos como profetas y, en quien está dispuesto a entrar en esta vorágine del amor divino y lanzarse a la misión, el Espíritu Santo se manifiesta: ilumina su mente, colma su corazón, desborda en sus acciones y experimenta que la gracia, el poder de Dios y su fuerza se realiza en la debilidad (2 Cor 12, 9).
Recordemos: el discípulo no es más que su Maestro (Mt 10, 24). También a nosotros nos tocará extrañarnos de la fe de algunos, también otros se sorprenderán de lo que falta a la nuestra.
A los que le recibieron les dio poder de ser hijos de Dios, a los que creen en su nombre (Jn 1, 12). El Señor viene a nosotros, que somos su tierra, nos transmite su Palabra llena de sabiduría y en la sencillez del Banquete Eucarístico realiza ante nuestros ojos el milagro más grande: se hace presente en Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad y se nos da como alimento.
Ante esto ¿qué podemos hacer? Demos gracias a Dios que nos ha hecho capaces de compartir esta herencia y pidamos al Señor que imponga sus benditas manos en nosotros y el torrente de su gracia arrastre cualquier resquicio de sospecha que impida en nosotros y en nuestros hermanos el fluir de su amor.
Meditación
“Yo y el Padre vendremos y haremos morada en él. Que cuando venga encuentre, pues, tu puerta abierta, ábrele tu alma, extiende el interior de tu mente para que pueda contemplar en ella riquezas de rectitud, tesoros de paz, suavidad de gracia. Dilata tu corazón, sal al encuentro del sol de la luz eterna que alumbra a todo hombre. Esta luz verdadera brilla para todos, pero el que cierra sus ventanas se priva a sí mismo de la luz eterna. También tú, si cierras la puerta de tu alma, dejas afuera a Cristo. Aunque tiene poder para entrar, no quiere, sin embargo, ser inoportuno, no quiere obligar a la fuerza.”
Del comentario de san Ambrosio, obispo, sobre el salmo 118
Oración
Jesús está sentado a la derecha del Padre y no deja de interceder por nosotros, regocijémonos en su oración llena de amor:
“Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros…
Yo les he dado tu palabra… Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío también al mundo.
Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad.
No solo por ellos ruego, sino también por los que crean en mí por la palabra de ellos,
para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti,
que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado.
Les he dado a conocer y les daré a conocer tu nombre,
para que el amor que me tenías esté en ellos, y yo en ellos”.
(Jn 17, 11.14-15.18-21.26)
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