DOMINGO XXX TIEMPO ORDINARIO – CICLO C –
26 de Octubre de 2025
EVANGELIO: Lucas 18, 9-14
Dijo también esta parábola a algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano.
El fariseo, erguido, oraba así en su interior: “¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
COMENTARIO A LA PALABRA
En esta ocasión, Jesús cuenta una parábola a “algunos que confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás”. Hoy se ha proclamado esta lectura ante nosotros… ¿será que somos también un poco así, aun sin darnos cuenta…?
En nuestros días, la palabra “fariseo” es sinónimo de hipócrita o falso. Pero en la sociedad en que vivió Jesús, los fariseos eran los estrictos cumplidores de la ley, religiosos como los que más, admirados por su observancia de la Torá, la Ley de Dios. Los publicanos, en cambio, eran colaboradores del Imperio Romano, recaudadores de los impuestos del invasor y despreciados por considerarlos traidores a su pueblo, ya que aprovechaban su puesto para cobrar de más y estafar así a sus compatriotas. En una palabra, eran identificados como pecadores.
Pues bien, “el hombre mira la apariencia, pero el Señor ve el corazón” (1 Samuel 16, 1). En la parábola Jesús pone en paralelo la actitud de cada uno en la oración ante Dios. El fariseo tiene una oración llena de orgullo y soberbia, que le conduce a compararse con el publicano, a quien ve en un rincón. El orgullo con frecuencia lleva a la comparación, y… ¡oh casualidad! … a la comparación con el que consideramos inferior.
Pero, si pensamos un poco con calma, el orgullo es vivir en la mentira, pues sin nada hemos nacido, y todo lo recibimos de Dios. Las buenas obras que el fariseo hace son eso, buenas obras, pero la soberbia las vicia para “exigir” a Dios la recompensa. La actitud más acertada sería dar gracias por los dones que el Señor nos ha concedido poner a su servicio. Hace algunos domingos leímos la enseñanza de Jesús al respecto: «Cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: «Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer»». (Lc 17, 10).
El publicano, en cambio, reconoce su condición pecadora, se humilla ante Dios y pide compasión: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”. Esta oración humilde y confiada del publicano puede servirnos como jaculatoria, como un gemido del corazón que nos permita permanecer en presencia de Dios durante todo el día.
El cristianismo no es un moralismo, no se trata del cumplimiento de unos mandamientos, ni de unas obras buenas. Es Dios el que nos amó primero, y lo primero es la revelación de Dios como amor. Él da el primer paso, y se nos da totalmente en Cristo, que es en quien tenemos la salvación, no en nuestros méritos ni buenas obras. El publicano bajó a su casa justificado, es decir, salvado, porque se acogió no a sus propias virtudes, sino a la misericordia de Dios.
Acojamos hoy, por tanto, con humildad y gratitud el gran don de la Eucaristía, el Sacramento del Amor por el que se nos da la prenda de la salvación que esperamos.
MEDITACIÓN
El primer camino es la humildad. El segundo es la humildad. El tercero es la humildad. Y cuantas veces me interrogues, otras tantas te daré la misma respuesta. Hay otros preceptos, pero de nada sirve cumplirlos cuando se carece de humildad. Todos los vicios se nutren del pecado, pero la soberbia se nutre de la misma virtud (S. Agustín, carta 118).
ORACIÓN
Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros.
No pretendo grandezas
que superan mi capacidad.
Sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre.
Espere Israel en el Señor,
ahora y por siempre. (Salmo 130)



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